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'Que la prisa por hacer no nos impida ser'

Se trata del consejo de Nietzsche. En los tiempos de la modernidad líquida, donde todo es para ayer y donde hay que llegar a ser algo contínuamente, no hay espacio para lo más importante, que es simplemente, ser.

“La gente vive para el presente, con mucha prisa y de una forma irresponsable: y a eso le llama ‘libertad’”, escribió Friedrich Nietzsche a finales del siglo XIX. Si el filósofo hubiera sido testigo de la prisa contemporánea probablemente habría dicho que estamos locos – a secas – y se hubiera retirado a vivir en el bosque, como Thoreau, para recuperar la necesaria calma que demandan la reflexión y la introspección.

 

 

Lo cierto es que la prisa se ha convertido en una condición sine qua non de la modernidad, de manera que nuestra vida suele transcurrir en un frenesí de actividades supuestamente imparables, ineludibles e inalienables. En ese mundo, la pausa es un lujo. Demorarse, una virtud perdida en los recovecos de la memoria. Y mientras centramos nuestra mirada en el hacer, nos olvidamos del ser.

 

 

 

La prisa nos aleja de nosotros mismos

La velocidad con que vivimos no es más que una ilusión sustentada en la creencia de que nos ahorra tiempo cuando en realidad la prisa y la rapidez lo aceleran. Vivimos en un estado perenne de “estimulación violenta y compleja de los sentidos, que nos hace progresivamente menos sensibles y, así, más necesitados de una estimulación aún más violenta.

 

 

Anhelamos la distracción, un panorama de visiones, sonidos, emociones y excitaciones en el que debe amontonarse la mayor cantidad de cosas posible en el tiempo más breve posible […] Y a pesar de la tensión nerviosa, estamos convencidos de que el sueño es una pérdida de tiempo valioso y seguimos persiguiendo esas fantasías hasta altas horas de la noche”, escribió Alan Watts.

No nos percatamos que, mientras corremos de un lado a otro nos perdemos la vida. Así caemos en una contradicción: cuanto más pretendemos aferrar la vida a través de la aceleración, más se nos escapa. Víctimas de la prisa, no tenemos tiempo para mirar dentro, nos desdoblamos para funcionar en modo automático y poder con todo. Y esa forma de vivir se convierte en un hábito tan arraigado que no tardamos en desconectarnos de nuestro “yo”.

 

 

Nietzsche lo resumió magistralmente: “la prisa es universal porque todo el mundo está huyendo de sí mismo”. Cualquier intento de volver a reconectar, impulsado por la calma y la demora, nos atemoriza, por lo que buscamos refugio en la prisa, inventamos nuevas cosas que hacer, nuevos compromisos por cumplir, nuevos proyectos en los cuales enrolarnos, con la esperanza de que nos devuelvan al estado de sopor preconsciente, porque no sabemos qué vamos a encontrar en ese ejercicio de instrospección, no sabemos si la persona en la que nos hemos convertido nos gustará. Y eso asusta. Mucho.

 

La introspección exige demora

No es fácil desaprender algunos de los hábitos que hemos desarrollado. Víctimas de la impaciencia, consumidos por el incesante tic-tac del reloj, hemos aprendido a llenar nuestra agenda y sentirnos orgullosos de ello. Condensamos experiencias en el menor tiempo posible para hacer más, como si la vida se resumiera a una competición en la que gana quien complete más tareas.

 

 

Sin embargo, si nos detenemos apenas un segundo y lo pensamos bien, la prisa en la que vivimos no responde casi nunca a cosas realmente importantes y urgentes, sino que se debe a los requerimientos de un modo de vida que intenta por todos los medios mantenernos distraídos y ocupados la mayor cantidad de tiempo posible. La prisa actual consiste en llenarnos la vida con actividades febriles y velocidad, de manera que no quede tiempo para afrontar las verdaderas cuestiones, lo esencial.

 

¿Cuál es el antídoto?

Nietzsche, quien llegó a calificar la prisa como “indecorosa”, señaló los pilares imprescindibles para sentar las bases que nos permitan vivir de manera más calmada y plena, convirtiendo la propia vida en una obra de arte que se disfruta con esmero y lentitud.

 

 

Nietzsche explicaba que debemos aprender a “no responder inmediatamente a un estímulo, sino a controlar los instintos que ponen trabas, que nos aíslan”, ser capaces de aplazar las decisiones y acciones. En el extremo contrario ubicaba a quienes eran incapaces de oponer resistencia a un estímulo, aquellos que reaccionaban y seguían los impulsos, considerando que esa prisa por responder “es un síntoma de enfermedad, decadencia y agotamiento”.

Con estas líneas Nietzsche nos invita a hacer las necesarias pausas para reflexionar, de manera sosegada, permitiendo que la realidad se desvele poco a poco, siendo conscientes de que la razón exige demora mientras que la prisa funciona a base de prejuicios e ideas preconcebidas.

Aunque el pensamiento rápido puede ser adaptativo en ciertas circunstancias, la falta de reflexión y de sosiego nos aboca a la irracionalidad y a las malas decisiones. Precisamente por ello, la lentitud puede llegar a ser tremendamente subversiva en el mundo actual: necesitamos ir más despacio para poder vivir, para poder pensar, para poder decidir por nosotros mismos qué queremos – y qué no queremos.

Es en esos instantes de calma y paciencia es cuando emerge el sentido de la vida. Ese “dejar que las cosas se nos acerquen” al que se refiere Nietzsche es un intervalo de tiempo precioso entre el hecho y nuestra reacción, entre el pensamiento y el acto, una especie de “vacío” que puede llenarse inesperadamente con la existencia plena. Así, y solo así, podremos hacer las paces con nosotros mismos. Aprenderemos a disfrutar de la compañía de ese “yo” que habíamos descuidado y ya no tendremos la necesidad de huir de nosotros mismos.

Jennifer Delgado, del Rincón de Psicología para la revista Cultura Inquieta

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